No sé cuánto tiempo estaremos en el Norte. No sé si seguiremos subiendo o si nos quedaremos acá, donde estamos ahora. Esta tierra que toco, esta tierra salteña, me está llenando de algo que no sé aún qué es. Hay algo acá que me retiene y me abraza. Las palabras de estos días fueron ‘silencio’, ‘contemplación’, ‘vacío’.
Mi diario ya no es un diario sin nombre. Es el diario de la tierra.
Me siento alada. Respiro sierras y monte como una manera de reencontrarme. Hay lugares que son paz, este lugar, donde estoy ahora, es paz. Y a pesar del cansancio de las piernas, de las subidas con piedras y surcos, del sol que quema, volver al movimiento es lo único que importa. Lo pedía mi alma, mi cuerpo, mis ojos y mis oídos. Estar en la naturaleza como quien busca un lugar sagrado para purgarse. ¿Por qué el movimiento? ¿Por qué el viaje? ¿De dónde viene esta necesidad de la impermanencia? ¿Del nido convertido en jaula abierta, en bosque, lagos, ríos y montañas?
Soy una nómada que busca la simpleza en un mundo demasiado complejo.
Ya no quiero entender. Quiero desaprender.
*
En el monte escucho la voz de los grillos y el aliento del sol. De mi piel brota agua. Las sierras son un oasis para los insectos que se apoyan en mi cuerpo: para ellos soy un árbol. Entre pájaros escribo la simpleza de los días. Yo soy con el paisaje. El paisaje es conmigo.
*
El Norte siempre será mi puerta a lo sagrado, a la Pacha profunda y territorial. Me digo: “sí, era acá, tenía que volver acá”. Volver a las raíces. Entramos en Los Colorados y el paisaje se hace cuerpo, como si todos los antepasados de todos los tiempos me recibieran.
Tierra, raíces, espinas; flores chiquitas azules y fucsias y naranjas.
La sequedad que rompe, el ciclo que empieza.
*
Un pájaro volando. Solo uno. En el desierto de Catamarca. Una chica manejando una moto, otra chica atrás mirando el paisaje. Lo tomo como un recordatorio: “mirá, vos mirá”. Una nube rasgando una montaña de dos mil metros. Está agarrada, atrapada, anudada.
Silencio.
No sé qué es lo que me hace sentir que el Norte es mi casa. Acá me siento parte de.
Silencio.
Tierra. Estratos. Viento. Violetas, naranjas, verdes, marrones. La Quebrada de las Conchas me deja quieta. A veces miro las montañas como queriendo encontrar algo. Otras veces, el mirar es contemplar. Hoy apoyé las manos sobre el suelo del Anfiteatro y apareció la palabra silencio. No sé si busco algo en este viaje. Quizá esta tierra me está diciendo eso: ya no hay búsqueda, ya no hay que encontrar nada, el frío de la incertidumbre ya pasó. Permanecer, respirar, contemplar.
Silencio.
Leo un poema de Rosario Castellanos que dice:
“Entonces yo fui capaz de poner la palma de mi mano, en signo de alianza, sobre la frente de la tierra”
Silencio.
*
Hay algo en la aspereza de las cosas que miro que me atrae. Antes, esa sensación seca y polvorienta en los dedos me hacía tomar distancia, como quien se aleja de algo que le es ajeno. Es que hoy no me siento vacía y el paisaje no me espeja. Hoy mi piel se siente húmeda, fuerte. Hoy mi cuerpo no repele nada porque entendió que es parte de todo.
*
Trato de poner en palabras lo que vengo sintiendo y no hay forma. Aún no llegué a ese adjetivo-madre o a ese sustantivo-flor. No sé si es que venía muy acostumbrada a los paisajes sureños que ahora lo que miro me cautiva más que otras veces. Porque es la cuarta vez que viajo a estas tierras y creo que nunca las viví así. Estoy atónita por la inmensidad, sorprendida por la belleza, silenciada por la profundidad de lo que toco porque lo que toco es como si me hablara, como si me hablara una voz en susurros que no alcanzo a entender con mi idioma. ¿Qué me quieren decir? ¿Hay algo que tenga que hacer? ¿Cómo destrabar este diálogo con la tierra?
Me limito a escribir para que salga lo que tenga que salir, para dejar correr al tiempo, para que la saliva deje de ser sal y se endulce. Escribo como quien quiere traducir jeroglíficos, como quien se sienta a escuchar al viento. Mi mano se mueve sola dictada por quien sabe quién. Casi como un acto mágico.
*
A veces cuando viajo pienso en la muerte. Digo: soy consciente de la muerte. De que no voy a respirar siempre, de que soy finita como una flor, de que la vida son 80, 90 años. Es un poco loco, sí: en el momento en el que más viva me siento, la muerte se visibiliza. Y pienso también que cuando eso suceda, me gustaría volver a la tierra, ser parte de la tierra, amalgamarme con la tierra. Ser ceniza con la tierra.
La primera vez que viajé al Norte volví con la certeza de que quería un cambio de vida. Que no quería vivir en la ciudad, que quería viajar, que quería dedicarme a la escritura y vivir de eso. La segunda vez que viajé al Norte supe que si quiero, puedo, que puedo todo lo que quiero. La tercera vez que viajé al Norte fui consciente de repeticiones inconscientes, me dije: esto es de papá, esto es de mamá, esto es mío. La cuarta vez que viajé al Norte, los vínculos trazaron el camino de regreso. Estar cerca de la familia fue una prioridad. Ya no el viaje, ya no el Yo, ya no mis necesidades o lo que quiero o no quiero para mí. El Yo se mezcló con el Ellos. El Yo se volvió un Nosotros. Por eso digo que el Norte nunca me es indiferente, la tierra me baja a la tierra y me devuelve el reflejo exacto de lo que necesito ver.