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Día 1: Soy el movimiento

Mi casa atraviesa los paisajes y las lluvias y los vientos. Soy feliz con todo lo que cabe ahí adentro, que es muchísimo y a la vez muy poco. Es un caparazón que me abriga en este otoño de movimiento con rumbo sur. Es el hogar que quería. Y a la vez es sentirme rara porque estoy construyendo mis propios significados de las cosas,
a pesar de mis resistencias y de mis expectativas. Soy el movimiento, me repito. Soy el movimiento. Y escribo lo que necesita ser dicho.

Día 2: Nido

En pantuflas, en pijama y con @lisandroaristi de fondo. Es mi ritual cada vez que llego a una casa ajena que voy a cuidar: me muevo en un espacio desconocido con lo que representa para mí “hogar”. Muevo mesas y sillas, y construyo un escritorio que no existía para materializar ideas de libros y talleres. Escucho las gotitas de lluvia rebotar sobre el deck de madera, miro a las gaviotas volar sobre el Nahuel Huapi, me levanto y me preparo un té y vuelvo a mirar esa ventana mientras el sur sucede. El viento, en ese momento, hacía sonar las ramas de los pinos. Hasta ahora salí poco al bosque: estoy convirtiendo esta casa en mi nido.

Día 3: Volver al bosque

De chica me encantaba ir al campo. En realidad, me encantaba embarrarme, ensuciarme, correr, jugar al aire libre. Se puede decir que me crié entre una casa con galerías y nueve hectáreas de árboles. Escribiendo estas palabras me doy cuenta que la niña que vive adentro mío me estaba pidiendo eso: volver. Volver a ese aire, a ese verde, a esa tierra, a esos árboles, a ese bosque que fue y será una parte mía. Este presente que ahora existe es lo único que reclamaba mi alma.

Día 4: La mirada

Mis ojos van despacio. Miran el detalle de lo cotidiano, miran el viento en el lago, miran la montaña que cada día es más blanca, miran las nubes de un cielo donde casi no se asoma el sol. @todasmispalabras la llama “mirada de pájaro”. Me acuerdo de L y su descripción de mi vida pasada: la nieve, el hielo, la cueva. El sur es el lugar donde siento que pertenezco. No sé por qué, no sé desde cuándo. Solo sé que el bosque, el otoño, el frío que me abriga. Así van pasando los días.

Día 5: El viento

Mis manos están tan frías que casi no las siento. Mi nariz respira un bosque que se sacude a destiempo. Mi boca, en este instante, no conoce de sonidos: solo escucha lo que el mundo habla. Permanezco inmóvil como el coihue, como la piedra, como la tierra. Me encantaría poder traducir la voz del viento.

Día 6: A destiempo

El sur me quiere enseñar que mis pies deben ir a un ritmo distinto. Me habla de oxígeno, de ciclos, de minutos y segundos. Camino y mi cabeza quiere estar en cada árbol, en cada cumbre, en cada playa. Quiero hacer todo y nada a la vez. Quiero detenerme en la maravilla de las cosas, pero también quiero tener alas de águila. Quiero el silencio de la nieve, pero también el ruido de la lluvia. Quiero sostener el tiempo entre las manos, y es el tiempo el que decide por mí.

Día 7: La nieve

Llueve, los libros están sobre la mesa, el té se enfría. La cumbre del cerro que está frente a mi ventana está cubierta de una niebla espesa, y quiero que baje, quiero abrir la puerta y que la nieve me mire. Hay algo que me puede en esa nieve que ahora yo miro, quizá porque es un asterisco que sucede en mi vida cada muchos años. Andrés me insiste: “subamos al cerro”, y dudo porque no sé cómo estará el camino y le digo que no, que mejor no, que se me enfría el té y que me prometí leer un capítulo del libro que nunca termino. Y la ventana, y la nieve, y el cerro. El sur también me está enseñando a destruir las estructuras que yo misma construyo. No tengo ningún plan, o quizá sí: seguirle el ritmo a este otoño blanco.

Día 8: Sentir el sol

En este otoño que se parece al invierno, el sol es una memoria. Ayer el pronóstico fue una excepción, y quise llevarme al calor conmigo. Pedaleamos por el bosque, llegamos al río Bonito, caminamos por la playa, le saqué fotos a los pinos, a los muelles, al lago. Abrí y cerré los ojos muchísimas veces. Todo lo que siento afuera tiene su eco adentro.

Día 9: Hoy

Siempre quise pasar un invierno en el sur. El frío y la nieve le calzan justo a mi parte introvertida que ama hibernar, tomarse un té de hierbas, escribir y leer. Pasan los días y voy sintiendo que soy más de acá que de cualquier lado. Ayer fuimos a navegar el lago Nahuel Huapi en velero con Gustavo, un amigo de la Villa, y en un momento lo escucho decir: “Yo no me vine a vivir acá, me fui quedando”. Y quizá eso mismo me está pasando a mí. Quizá no haya que decidir nada: solo dejar que el tiempo sea la brújula de mi destino.

Día 10: A la deriva

Esta ventana y este sillón son los culpables de que mi atención dure poco. Me cuesta sentarme a trabajar en la computadora, me parece absurdo pasar tantas horas en el celular, las redes sociales me cansan, y me resisto y me resisto y me resisto, pero ese desgano vuelve, a cuentagotas y como una avalancha de dolores de cabeza, de necesidad de aire fresco, de cambiar por completo mis rutinas. Lo reconozco: soy una persona exigente, workaholic y muchas veces si no estoy haciendo algo, pienso que estoy perdiendo el tiempo. Romi me lo anticipó en mi revolución solar de este año: mis hábitos van a cambiar, no voy a saber quién soy, si me autoexijo mi cuerpo me lo va a hacer saber y mi construcción de “yo soy” va a volverse patas para arriba. Es frente a esta ventana, sentada en este sillón y con el calorcito del té entre las manos que me declaro a la deriva y en plena reconstrucción.

Escribo y practico la pausa. Soy nómade y bien humana. Facilito talleres para que te conozcas a través de la escritura. Amo la naturaleza, los libros y la autoexploración. Autora de Letras Luz y del blog La Vida de Viaje.

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