Que si sos blanco
Que si sos negro
Que si sos primero
Que si sos tercero
Que si sos divertido
Que si sos colgado
Que si sos carnívoro
Que si sos vegetariano
Que si sos socialista
Que si sos comunista
Que si sos kichnerista
Que si sos macrista
Que si sos callado
Que si sos extrovertido
Que si sos exitoso
Que si sos un dejado
Que si sos sudaca
Que si sos del primer mundo
Que si sos bueno
Que si sos un forro
Que si sos prolijo
Que si sos hippie
Que si sos empresario
Que si sos bohemio
Que si sos nómada
Que si sos sedentario
Que si sos inteligente
Que si sos un pelotudo
Que si sos rápido
Que si sos lento
Que si lo hacés bien
Que si lo hacés mal
Que si sos
Que si
Que
Q
Las etiquetas brotan de nuestro vocabulario como lava que erupciona de un volcán. Arden. Nos queman. Nos sumergen en una de las tantas mierdas humanas: la soberbia creencia de que lo puede catalogar todo, que todo lo que él nombra con su lengua es real, existe, es así y no de otra manera.
Las etiquetas empezaron a hacerme ruido desde el día en que noté que me encerraban en una habitación sin puertas ni ventanas. Me quitaban el oxígeno y hasta las ganas de hablar. Desde el día en que las escuché en boca de otros y las reconocí como propias. Desde el día en que noté que esas palabras no eran mías. Que el cassette gris con etiqueta gris escrito con tinta gris ya estaba listo para ser tirado por los vientos de una Patagonia fría y húmeda. Desde el día en que mi lengua me pedía que calle, que deje de querer nombrarlo todo por repetición para empezar a crear mi propia combinación de letras limpias y puras. Auténticas.
Las etiquetas son palabras, y esas palabras que amo, a veces me encarcelan.
Las palabras son alas, flechas, puñales y balas.
No les damos valor.
Las subestimamos.
Las regalamos al azar.
Las despilfarramos.
Las perdemos.
Las vendemos.
Las recortamos para que en esta era de la velocidad y el escaneo se lean, pero no se comprendan.
Y perdieron su color y su fuerza.
Perdieron el sentido.
Perdieron la coherencia.
Perdieron su esencia.
Qué digo: ellas no perdieron.
Nosotros las perdimos a ellas.
Quiero dejar de hacer las cosas por repetición.
Quiero dejar de sentirme incómoda cuando escucho o leo que alguien nombra a otro de tal o cual manera.
¿Qué necesidad hay de comentarlo todo? ¿De emitir juicios frente a cada cosa que vemos, olemos y sentimos?
Agito los brazos como señal de que este no es el camino.
Planto la bandera del silencio. De la observación. Del despojo de lo aprendido para aprender de nuevo, desde lo que somos para transformarnos.
Dejo de pensar que las etiquetas dan sentido de pertenencia.
Las etiquetas me hartaron.
Los juicios me cansaron.
Las personas son ridículamente contradictorias.
Y así como estamos, no estamos bien.
Y me bajo de este teatro con la certeza de que la demolición de mis viejas creencias me van a convertir.
En qué, no sé.
Cuándo, tampoco.
No sé cómo.
Ni tampoco de qué modo.
Sin embargo sé que ese silencio es la llave de la consciencia que se expande como vibración en el agua.
Sé que esperarán más respuestas.
Sé que esperarán otras reacciones.
Pero sé que si no escucho esa voz que me pide que calle yo misma me quedaré encerrada en un circo de fantasía.
No puedo comprender a la especie humana que tiene tan poco juicio que se prostituye mezquinamente. En verdad, mi querido Guillermo, que cada día me convenzo más de lo estúpido que es juzgar a los demás. ¡Tengo tanto que hacer conmigo mismo y con mi corazón, tan turbulento! ¡Ah! Dejaría de buen grado seguir a todos su camino si ellos quisieran también dejarme andar el mío. “Werther” de Goethe.
Preguntas llave – Luz y humo
[…] todo eso que nos envuelve: lo que etiquetamos como bueno y […]
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